miércoles, septiembre 3

San Agustín y Descartes

En este texto intento demostrar como San Agustín, a pesar de encontrarse lejos temporalmente del llamado Padre de la Modernidad, fue su precursor y quien sentó las bases a partir de las cuales Descartes se montó para iniciar su búsqueda; por supuesto que con ciertas distinciones que intentaré plasmar. De manera que me pregunto ¿Si es Descartes quien delimita al cogito como algo separado del mundo o fue San Agustín quien hizo dicha distinción? Pues bien, comencemos la exposición recordando que en la filosofía antigua, la pregunta sobre las cosas en general se convirtió en la búsqueda del “ser de las cosas”, de aquello que hace que las cosas sean, el “en si”. Fue Aristóteles quien a través de sus escritos sobre la naturaleza, establece el alcance y las propiedades del ser, a lo que llamó “filosofía primera”, recibiendo el nombre de Metafísica. De esta manera, Aristóteles intentó definir el “ser”, abogando por la existencia de un ser divino, al que se describe como “Primer Motor”, responsable de la unidad y significación de la naturaleza.

En la escolástica se da un giro antropológico en referencia a la “creación” del hombre desde la perspectiva cristiana, y a la idea de un Dios personal encarnado, identificado con el hombre e integrado en la historia.

El rasgo característico que sirve de ordenamiento en la etapa medieval, es la concentración en el problema religioso, que lleva a la creación de una interioridad y una profundización en los estados y emociones psíquicas individuales[1], que no se encuentran muy lejos de los proclamados en el renacimiento.

Ya no se piensa en la objetividad del cosmos como marco referencial en el que se integra el hombre, sometido a leyes generales, ahora, el sujeto reflexiona sobre su propia interioridad. Y desde ella se plantea el problema de Dios. Hay una valoración autónoma de la subjetividad. El hombre ha dejado de ser parte del orden objetivo o mero reflejo del orden cósmico existente.

Desde su conversión San Agustín reacciona contra la vida mundana y sensual. Establece los cimientos de una des-mundanización del hombre, convirtiéndose en el maestro de la vida interior; abriendo las puertas de la autorreflexión del hombre sobre sí mismo, sobre el mundo (que está en función de él) y sobre Dios, al cual pretende llegar desde las estructuras de la subjetividad.

La autoafirmación de la conciencia reflexiona que tiene como horizonte el mundo y a su vez lo trasciende. La conciencia como modo humano de trascendencia se combina con la apelación a la trascendencia divina.

El hombre es sujeto desde su relación con Dios al que está orientado por su misma naturaleza, de ahí la tendencia a la des-mundanización a favor de una espiritualización que genera el interiorismo del hombre.

La naturaleza creada del hombre exige la búsqueda de Dios; dando jerarquías, orientando las realidades mundanas a favor de la preeminencia de la realidad divina, desde la que es posible que el hombre se encuentre consigo mismo. Por otro lado, la memoria actualiza la identidad del yo, y posibilita al hombre el tomar conciencia de sí, desde su biografía.

En este sentido nos percatamos de cómo San Agustín es precursor de Descartes, pues establece que el hombre deja de comprenderse a partir del mundo, dejando lugar para que el mundo sea el que es comprendido y ordenado por el hombre; por cierto, guardando las debidas proporciones entre uno y otro.

De esta manera, la conciencia que posee el hombre, para Agustín, es conciente de su contingencia, donde lo inmanente y trascendente, abren al hombre a través de la verdad buscada (Dios); desde la cual se realiza la identidad humana. Se desprende entonces, que desde la visión trascendente, sobrenatural y escatológica, es que el hombre tiene que encontrar su lugar en la historia. En miras de la verdadera patria, que es la celestial, de manera que, el presente histórico esta en función de la meta final. Así como los elementos naturales están en orden de la gracia.

Pero volvamos a la subjetividad del hombre. A través del neoplatonismo, con la teoría de la participación y el ejemplarismo divino. Agustín establece que el hombre encuentra verdades eternas en su mente, que son universales e independientes, y que no pueden haber sido creadas por la misma, la cual es finita e imperfecta. Contrario a lo que sucede con las verdades de la mente (lógica, matemática, ética, estética), que son conceptos generales, que pueden ser descubiertas por el intelecto humano, pero no originadas por él. Por lo tanto, el hombre tiene su origen en Dios, que es causa proporcional y ejemplar de esas ideas; de manera, que el hombre puede pasar de lo real sensible, a lo universal y espiritual; y desde ahí remontarse a la existencia divina. (Iluminismo agustiniano)

Digamos que el hombre encuentra en sí mismo la luz de Dios. Y que es en su autoconocimiento cuando conoce también a Dios, el cual no es demostrable, pero si reconocible. Siguiendo este razonamiento, podemos establecer que sí, desde el mundo ascendemos a Dios, pues igual sucede con la mente humana. Así que podemos percatarnos como la subjetividad humana, es el lugar por excelencia para conocer a Dios, que es interior a la propia interioridad y superior a lo máximo que hay en mí.

San Agustín establece a Dios como el arquetipo, principio y fundamento de la subjetividad humana. De esta forma, el yo agustiniano tiene clara conciencia de su propia infundamentación, a saber, la contingencia doble: La ontológica y la epistemológica. Ya que por la reflexión o introspección, no podemos llegar a una clara visión de nuestra identidad, pues ese conocimiento es don de Dios y en sí es inaccesible al hombre.

Entonces llegamos junto con San Agustín al reconocimiento de que el hombre al encontrarse disperso, enredado en el mundo, fragmentado, con un conocimiento imperfecto de sí, con una memoria parcial, con rupturas en su historia, lo llevan a la no comprensión plena y total de la propia identidad. Pero también establece que es en el tiempo interior, en que se da la memoria y el pensamiento, que permiten al hombre tomar distancia de las realidades externas y así contrastarlas con la propia interioridad, y con el mundo.

A modo que ésta subjetividad parcial se unifica desde la trascendencia que viene desde arriba; que se mete en la historia y permite mantener la identidad, sin perderse en la dispersión.

San Agustín contrapone al viejo yo autónomo y al nuevo yo dependiente respecto de Dios.

Como es de percatarse, Dios está presente en las estructuras subjetivas. La prueba es que las ideas perfectas y absolutas (bien, verdad, justicia) remiten a la causa perfecta.

Por lo tanto, el conocimiento de sí, pasa por el de Dios, el cual es un don, no resultado del propio esfuerzo. Digamos que para el santo el hombre no puede estar sin reconocer la dependencia epistemológica y ontológica de Dios. Y sólo al aceptar dicha dependencia de lo divino, -articulando el creer y confesar a Dios- es que se llega al fundamento infundamentado, que revela la contingencia humana radical en su doble nivel vivencial y cognitivo. La relación del hombre con Dios se encuentra en el pensamiento, no que el hombre en un esfuerzo de su voluntad se plantea el problema de Dios, sino que es la estructura del pensamiento mismo el que nos plantea el problema.

“Sé que existo. Si me equivoco, existo. Si dudo vivo; si dudo, recuerdo mi duda; Si dudo, entiendo que dudo; Si dudo, quiero estar cierto; Si dudo, pienso; Si dudo, sé que no sé...Todo el que conoce su duda, conoce con certeza la verdad, y de esta verdad que entiende, posee la certidumbre, luego, esta cierto de la verdad. Quien duda, pues, de algún modo no puede dudar de la verdad”[2].

Aquí San Agustín parte del yo existencial y vital del que deriva el cogito. A diferencia de Descartes. Que se propone meditar sobre el modo en que el espíritu se conduce, señalando sus límites, por tratarse de algo que está en nosotros, dándole así al cogito la primicia.

La nueva concepción de conciencia de sí mismo, Descartes la postula como el primer objeto que nos sale al paso en la serie de verdades. Ya aquí, vemos como Descartes utiliza lo que San agustín estableció: Un mundo no de objetos sino un mundo de conocimientos.

Para Descartes el análisis matemático nos llevará a adentrarnos a fondo en el problema sin recurrir a alguna instancia externa sino en su descomposición en las partes que lo forman, para hacerlas comprensibles. Esta proyección del pensamiento revela ante nosotros la primera verdad fundamental que brota de la duda, o sea, que no tenemos certeza, la cual se asienta ahora como la nueva convicción indudable. -Razonamiento al cual también llega San Agustín- Sugiriendo así, la comprensión no del sujeto sino del pensamiento, creando un criterio o pauta. Y no como Agustín; que parte del yo existencial y vital, que a su vez lo lleva al cogito.

Más adelante, Descartes, por el contrario establece que no podemos conocer ningún objeto sin confirmar con ello nuestro propio ser pensante y de paso, aunque sea de manera indirecta, cerciorarnos de su existencia.

Y aunque se ha dicho que en última instancia Descartes llega a Dios y lo establece como criterio de verdad, y por el contrario otros afirman que fue por causas externas a su sistema que hizo este establecimiento. No se puede negar que el proyecto de Descartes, es un esfuerzo -con todos sus peros- Que trata de encontrar un camino (netamente racional) hacia un método para adquirir creencias verdaderas libres totalmente de error; que no produzca creencias falsas y que su aplicación garantice la verdad. Pretendiendo que si conducimos nuestros métodos de investigación en la vida cotidiana con la mente clara y racionalmente; llegaremos de hecho, a conocer verdades acerca del mundo; y nuestras concepciones del mundo no serán sistemáticamente deformes o erróneas. Con esto podemos responder a nuestra pregunta, diciendo que es San Agustín quien pone ciertas bases sobre las cuales se va fraguando el cogito cartesiano.

Por último podemos afirmar que en ambos las dudas paradójicamente patentizan la verdad.



[1] Las confesiones de San Agustín, son el modelo para los tiempos modernos donde el santo descubre el concepto del yo como el fundamento único y seguro de todo el saber, al ver en el objeto el fenómeno o la manifestación de la conciencia. Con este pensamiento afirma la primacía de la esfera de la voluntad y del sentimiento sobre todos los datos de la percepción y todos los hechos del conocimiento objetivo.

La ordenación de las cosas en el espacio y en el tiempo tiene que desaparecer, para que podamos llegar a comprender y a captar la peculiaridad y el valor propio del alma.

[2] C. Fernández; “Tratado de la santísima trinidad”, l X, Cáp. 3; En, Los filósofos medievales; BAC, Madrid 1989, vol. 2, p. 422.

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